Go down

Me pasa a menudo que me presentan a alguien. Escruto su rostro, le fijo la mirada en los ojos, lo observo en sus modales, y olvido su nombre que acabo de escuchar. Subo a la guagua 253, idéntica situación, ¿o es la 252? Pregunto: ¿Va a Puerto...? El conductor, al confirmármelo, me indica el asiento vacío junto a un señor sentado en la segunda fila, lado derecho.


La guagua está medio vacía, pero acepto de buen grado la sugerencia. Prefiero los lugares abarrotados por la sencilla razón de que, apretado a los demás, tolero mejor las ráfagas de aire acondicionado. Porque, he preguntado por ahí, ¿por qué las guaguas viajan con el aire acondicionado a temperaturas polares? Esfuerzo inútil. Nadie te hace caso. Dicen que estamos en una isla donde se disfruta del mejor clima del mundo. ¡A excepción de las guaguas! —preciso yo. Bueno, apenas subo, me encuentro junto a un hombre que se arrincona contra la ventanilla, buen dispuesto a compartir el asiento de al lado. Se parece a mí profesor de español de hace tiempo. Últimamente tengo la vista borrosa, me parece reconocerlo. De él no recuerdo el nombre, ni los años de asistencia a clase. Intento hacer alguna alusión esperando que él o la memoria vengan a mi rescate. Digo, buenos días, profesor, fui alumno suyo. ¿Cómo le va? Me responde: da gusto encontrarse con antiguos estudiantes. Estoy por aquí, prosigue, porque hago actividades de memoria en un curso especializado, debido al Alzheimer. Vengo todas las mañanas, el ejercicio es útil para mantener el cerebro en buen estado.

Pienso para mis adentros: hoy somos tan listos y directos como solíamos serlo; mañana el olvido hará hecho estrago de nuestro encuentro.

En la segunda parada la guagua está casi llena. Con gran satisfacción mía, porque en los buses abarrotados, quizás me repito, cercanos los unos a los otros, se tolera mejor el aire acondicionado. He notado que las guaguas que lucen el lema "eco amigable" son las más letales, las que difunden el inevitable aire frío a tope en cada rincón. ¡Nadie sabe darte una explicación convincente de por qué el mejor clima del mundo deba quedarse confinado afuera! Mi vecino sigue hablando, pero como mira más a menudo el paisaje que de mi lado, empiezo a pensar que está hablando solo. Los años de cátedra han dejado su huella. En lo que a mí respecta, si no me hablan directamente, de frente, no entiendo nada. Mi viejo problema de oído está empeorando, capto solo una gama restringida de las tonalidades sonoras. No oigo bien y al mismo tiempo me quejo por el ruido. Lo sé: suena contradictorio porque nadie me hace caso.

En cada parada hay quien baja y quien sube, el rito se repite con infinitas variables. Un mundo que hierve constantemente en su interior, un mundo en transformación. En general me divierte estar sentado cómodamente observando el muestrario humano. Con sus cambios continuos y matices infinitos. Sería demasiado largo describirlo.

En la tercera o cuarta parada, la guagua está atestada de estudiantes entusiasmados, chicos y chicas con las hormonas a flor de piel. Hablan entre ellos en voz alta o por el móvil, se ríen, se mueven aquí y allá. Con los auriculares puestos no se sabe si escuchan música o están discutiendo con alguien. A pocos centímetros el uno del otro, cada uno grita para hacerse entender. ¡Inaguantable! Me levanto para bajar de la guagua, pero la voz autoritaria del conductor me bloquea. "¡En la última parada! ¡Cuando baje yo! ¿De acuerdo?"

Ok, usted manda, respondo en voz baja. Es como viajar en avión: ¡mantengan los cinturones abrochados! Me vuelvo a sentar entre las sonrisitas de los jóvenes que han presenciado la escena. Entiendo, para nosotros no existe parada solicitada. Incluso mi vecino, el profesor, me reprende: ¡bajamos en la última parada! Sí, le aseguro, ¡estamos en un avión y además sin paracaídas! Él también lleva una camiseta con camisa desabrochada encima. Una cinta sostiene su tarjeta de presentación colgando de ella. No necesito ponerme las gafas para saber lo que dice, porque yo también tengo una tarjeta similar colgada del cuello. Si te da vergüenza, me dijo la primera vez la guapa de mi sobrina que trabaja en el Hospital Universitario, la escondes debajo de la camisa, pero puede resultar útil. Con mis credenciales colgadas al cuello, me parece revivir mis viajes, a las capitales de Europa, donde asistía a conferencias por encargo y a cargo de la empresa para la que trabajaba.

A medida que la vista, el oído y no sé qué van perdiendo sus funciones, mi vida transcurre con matices entre pasado y presente. Sombras e imágenes se suceden en secuencia desordenada. El pasado se impone al presente y el presente es un callejón sin salida. Y sin paradas intermedias. Tranquilo, estoy en avión. Los días se repiten iguales. Físicamente, ida y vuelta del Puerto a la Clínica. Y viceversa. La Clínica, también moderna y climatizada, la llaman Laboratorio. Nosotros somos los conejillos de indias. Y por respecto porque somos ancianos los asistentes no llevan bata.

El profesor y yo no somos gemelos, pero nos conocen así. Nos hacen subir primero, luego nos vigilan disimuladamente durante el viaje. Desde que mi sobrina sale con un conductor de la línea 100 o 103, el que pasa por el Hospital Universitario, se interesa desmesuradamente por mi pobre existencia. Mentalmente yo divago en una maraña de recuerdos. Por el contrario, ella tiene una sola-idea-fija en la cabeza. Única heredera de la familia quiere tener mano libre en la gestión del patrimonio. Y mano firme conmigo: ya no hay forma de bajar en las paradas intermedias. En la estación a menudo hay alguien esperándonos. En cambio, cuando nadie está al acecho, ¡tenemos libertad de acción!

Hoy precisamente, vamos a pie, cada uno por su camino, inmersos en nuestros pensamientos hasta improvisar nuevos recorridos. Por derecho o por sigilo disfruto de los últimos vestigios de autonomía. En caso de extravío, me llevo la mano al pecho para indicar quién soy y que quiero ir directo a casa.

O me dirijo hacia esa parte del acantilado que cae a pico sobre el mar para dejar allí colgada, en la verja, la tarjeta con mis credenciales. Y desaparecer así sin dejar rastro.

¿Alguno de los presentes sabe cuántos años tendrá que esperar mi sobrina para apoderarse de los bienes de la familia, por desaparición y muerte presunta del tío tonto?

Antonio Fiorella 12/10/2025

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Secunda parte: El loco del acantilado

¿Por qué ese monstruoso edificio, en la avenida Familia Bethancourt y Molina n. 28, sigue en pie en el barrio más elegante de la ciudad?

Pubblicato il 14 ottobre 2025