El paisaje es de postal. La ciudad se presenta sin defectos ante nuestros ojos. El sol irradia de luz la superficie del mar. Desde lo alto de la colina la vista, sin encontrar obstáculos, se extiende hasta el horizonte. Respirando a pleno pulmón, se abre una oportunidad perfecta para distraerse de las ataduras cotidianas. Porque uno puede asegurarse de que allá abajo el coche que hay que llevar al mecánico ni siquiera es visible; el cúmulo de edificios no deja ver cada apartamento, y por lo tanto, indirectamente, tampoco cada preocupación; el alquiler impagado es un quebradero de cabeza aparcado; fuera de campo, el centro comercial con la mercancía que no puedes comprar; los gritos de los adultos son un eco lejano; solo quedan suspendidos en el aire los llantos de los niños que reclaman mil atenciones. Aquí arriba, a pocos cientos de metros del centro habitado, podemos sentirnos realmente al abrigo del bullicio del mundo.
Saboreo un inesperado momento de tranquilidad.
Cruzamos una puerta, el panorama segmentado visto a través de la persiana es el mismo. El sol continúa en su esplendor de mediodía. Marcado parece el verde de los árboles en contraste con el caserío. En el horizonte el mar, de un color azul intenso, apenas se distingue del cielo, también azul. Los ruidos de la ciudad, antes amortiguados, quedan completamente confinados en otro lugar. Sin embargo, la vista dirigida hacia el exterior no engaña a la mente. Los problemas contingentes, antes un vago recuerdo, vuelven a salir a flote. Y poco a poco son suplantados por pensamientos incluso más molestos - moscas revoloteando en el aire aséptico de la habitación. La espera se alarga. La prolongación no anticipa nada bueno. Con la angustia se asoma el mal presentimiento.
Cerrado el paréntesis, se acabó la tregua.