Go down

Tal vez lo humano no sea lo que produce mejor lenguaje, ni lo que genera más imágenes, ni lo que optimiza más rápido. Tal vez lo humano empiece justo donde la automatización se detiene.


Pido a un sistema que me genere algo creativo. No algo bonito. No algo original. No algo “interesante”.

Algo que pueda fracasar.

El sistema responde con miles de opciones. Todas coherentes. Todas seguras. Variaciones impecables de lo ya posible.

Entonces reformulo la petición, casi en voz baja, como quien prueba una palabra prohibida:

haz algo que te cueste algo a ti.

El sistema guarda silencio.


No el silencio técnico de una conexión interrumpida, sino otro: un silencio sin mundo. Un silencio que no es una pausa, sino un límite.

Y en ese límite aparece la pregunta que veníamos evitando: ¿qué ocurre cuando la creatividad —esa palabra que hemos repetido hasta vaciarla— deja de necesitar humanos?

Durante años nos tranquilizamos pensando que la máquina no “crea”, solo combina. Pero la inquietud no está en lo que la máquina hace. Está en lo que nosotros aceptamos como creatividad.

Porque si bastaba con remezclar —con mover piezas dentro de un tablero ya dado— entonces la creatividad era, en gran parte, una forma de eficiencia. Una destreza. Un oficio de variación. Y todo eso, hoy, puede automatizarse.

Lo que se automatiza no es el arte. Lo que se automatiza es la comodidad.

La creatividad como actividad sin riesgo: la creatividad que se premia por encajar, la que se mide por rendimiento, la que se celebra por no molestar demasiado.

Cuando una máquina puede producir, en segundos, miles de soluciones “creativas”, lo que se vuelve visible no es su genio: es nuestra costumbre. La costumbre de llamar creación a lo que nunca estuvo dispuesto a perder nada.


Crear, en el sentido fuerte, no es producir novedad. Es asumir un coste.

Coste social: quedar fuera, no ser comprendido, ser ridículo. Coste epistémico: equivocarse en público, sostener una intuición que no puede demostrarse aún. Coste ontológico: arriesgar la propia identidad en el gesto, no saber si después de hacerlo seguirás siendo el mismo.

La remezcla puede ser brillante. Puede ser virtuosa. Puede incluso ser hermosa. Pero es rara la remezcla que funda.

Fundar es otra cosa: es abrir una posibilidad que no estaba en el catálogo. No mejorar lo existente, sino obligar a que lo existente cambie de forma.

Y aquí el contraste se vuelve incómodo: no es que la inteligencia artificial haya alcanzado de pronto la creatividad. Es que nosotros habíamos reducido la creatividad a algo alcanzable sin vértigo.

El sistema no puede hacer algo que le cueste algo a él, porque no tiene nada que perder. No posee cuerpo que se exponga. No posee historia que se arriesgue. No posee reputación que se quiebre. No posee mundo que pueda romperse por un gesto.

Puede simular la ruptura, sí. Puede escribir “como si”. Puede producir el aspecto externo de la audacia. Pero no puede vivir la intemperie de la audacia.


Y entonces la pregunta vuelve, pero ya no sobre la máquina: sobre nosotros.

¿Qué parte de nuestra creatividad era, en realidad, una forma de estar a salvo?

¿Qué parte de nuestras obras nacían de una negociación silenciosa con el reconocimiento: que sea nuevo, pero no demasiado; que sea distinto, pero no extraño; que sea valiente, pero no caro?

En la era algorítmica, lo creativo se abarata porque se multiplica. La abundancia produce su propio anestésico: cuanto más se genera, menos pesa. El mundo se llena de signos eficaces y vacíos, de novedades sin riesgo, de intensidad sintética.

Y sin embargo —o precisamente por eso— una cosa comienza a brillar con otra clase de luz: lo que no se puede delegar.

El juicio: esa forma de elegir sin tener todos los datos, sosteniendo la responsabilidad. La ética: decidir no solo lo posible, sino lo debido. La imaginación fundadora: la capacidad de abrir una forma nueva de mundo, no solo una forma nueva de producto. El cuerpo: la vulnerabilidad que hace que cada gesto tenga consecuencias. El creador: ese extraño animal que se expone sin garantías.

No es un elogio romántico del sufrimiento. Es un recordatorio sobrio: hay creaciones que solo existen porque alguien aceptó la posibilidad real del fracaso.

Si el sistema guarda silencio ante la frase “haz algo que te cueste algo a ti”, no es porque sea torpe. Es porque ahí empieza un territorio que no puede calcularse: el territorio donde el coste no es un parámetro, sino una herida posible.

Tal vez lo humano no sea lo que produce mejor lenguaje, ni lo que genera más imágenes, ni lo que optimiza más rápido. Tal vez lo humano empiece justo donde la automatización se detiene.

Donde crear vuelve a costar algo.

Y la pregunta que queda, después de la sacudida, no es tecnológica. Es íntima:

¿estamos dispuestos a pagar ese coste?

Pubblicato il 21 dicembre 2025

Juan Aís

Juan Aís / Estratega de Marca y Cultura | Antropólogo Aplicado | Interpretación Cultural de la IA